En mi antigua casa, que es la de hoy, había un balcón tan lleno de
flores que su caída era un manto de elogios. Alcanzaba la transparencia marina
donde los niños jugaban sin ahogarse. Cuando estaba en reposo se llenaba de
puntos de colores que flotaban sobre el agua inmóvil mientras el sol se
balanceaba sobre su ladera haciéndole guiños a los árboles.
Fue tan real la historia, como el sueño inventado por la niña que
fui cuando inventaba historias de niña.
Estaba escribiendo esto cuando ella llegó con su pelo recién
lavado y tirante en la nuca con una cola.
Seguiremos navegando como ayer, me dijo con autoridad de soldado.
Sabemos que hay barcas que navegan por aguas dulces y otras que lo
hacen por aguas saladas, como las mismas realidades que vivimos. Algunas son
dulces y derraman lágrimas dulces como el almíbar, y otras tan penosas que
derraman lágrimas como las almendras amargas.
Siempre, navegarás mejor en las aguas saladas, pero son más
comprometidas que las dulces. Tienen muchos peligros y tanto mayor, cuántas
lágrimas tiene su mar.
“Se hicieron ricos todos los que tenían naves en el mar”, apuntaba
ella y el Apocalipsis.
En la barca que llevamos en nuestro viaje descansa Cristo, y
mientras reposa y duerme, el mar se vuelve violento probando así nuestra
confianza como hizo con los Apóstoles y la tempestad no cesa hasta que Él lo ordena como hizo con ellos.
Lo más juicioso es pedir socorro al Señor, como también lo
hicieron ellos, y que nos salve poniendo serenidad y paz con el viento soplado
por el Espíritu Santo.
Todo es como la cercanía de un viaje. La cercanía de todos los
viajes que hacemos en la vida.
+Capuchino de Silos
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