Hoy
recordé, como tantos otros días después de Misa, aquella mañana del 7 de Mayo.
Tenía
7 años casi recién cumplidos. Las monjas
del colegio nos habían estado preparando para hacer la Primera Comunión… y hoy,
y tantos otros días, recordaba ese momento único que viví sabiendo quién era mi
Dios y Señor que iba a recibir en mi corazón; comprendía ya, el por qué en casa
se comentaba que era el día más importante y más feliz de mi vida. Era, nada
más y nada menos que Dios el que se hacía pequeño, sin dejar de ser grande para
poder entrar en tantos corazones y, que, por esas cosas
de Dios, siempre, desde entonces, tuve la certeza que cada día en las Misas se
obraba el maravilloso gran milagro.
Aquella
mañana de Mayo, se estrenaba un aire nuevo de pureza blanca como la Sagrada Hostia, porque
bajaba Cristo a las almas de aquellas chiquillas con velos y trajes blanquísimos como blancas
eran todas sus almas.
Soñaba,
como sueñan las niñas, con ese velo de tul largo y traje de organdí blanco lleno
de jaretas, como las verdaderas princesas de cuentos que iban a recibir a su
Rey; guantes estrechísimos que alargaban sus deditos para sostener un misal de
nácar con cantos dorados, precioso, y el santo rosario. Todavía los conservo.
Mi
madre, que lo adivinaba todo, sabía lo que yo podría sentir por dentro en aquellos días previos y lo que
quería a mis siete años cumplidos dos meses antes. Lo había dejado todo en
manos de ella porque lo sabía al dedillo.
Pero
todo no podía ser perfecto. Amanecí con el ojo izquierdo (tenía que ser el
izquierdo), con un orzuelo gordo como un garbanzo, lleno de supuración, que me
hinchó el carrillo y me lo puso rojo como un tomate. Cuando me miré al espejo
comencé a llorar como una Magdalena y me negué a hacer la Comunión en semejante
estado. “Voy a ser la más fea” le decía a mi madre. Las madres que están en
todo, me puso compresas de manzanilla y me alivió con sus preciosas palabras
piadosas convenciéndome y haciéndome olvidar el dolor y el disgusto.
Sonaba
el órgano y el coro del colegio cuando en una fila perfecta entrábamos de dos en dos en la preciosa capilla toda
iluminada; cabeza y ojos bajos, manos juntas sosteniendo el misal de nácar y el
rosario. Era una turbación tan grande que mis ojos manaron las primeras
lágrimas de piedad. ¡Qué emocionante y piadoso acto de amor al Señor! Lo
recordaré siempre.
La
fila caminaba hacia el altar mayor con nerviosismo, timidez y deseo. Era mucho
mi deseo, lo recuerdo. Todo iba saliendo como la monja de turno nos había
enseñado anteriormente; la respiración tenía que ser lenta y casi no rozábamos
los zapatos con el suelo al caminar para que no se percibieran nuestros
andares; al llegar a nuestros respectivos lugares, antes de entrar en los
bancos vestidos igualmente de blancos, se hacía la genuflexión de dos en dos, con
un pequeño movimiento de cabeza hacia abajo y nos colocábamos de
rodillas en nuestros lugares. Unas íbamos hacia la derecha y otras hacia la
izquierda en orden riguroso. Yo, quedé la penúltima del segundo y último banco
por mi altura.
Recuerdo
que la capilla olía diferente a los demás días. Todos los cirios del altar
estaban encendidos y a mí me parecía que era incomparable, inmenso, irrepetible como mamá me había repetido tantas veces. Los nervios se calmaron cuando
comenzó la Santa Misa y me encontré muy encogida como un caracol en mi sitio,
sin moverme, con las manos muy juntas sin quererlas separar; una suave ternura llegó a mí en el momento
ansiado del gran misterio de la Sagrada Comunión.
Recuerdo,
como si fuese ayer, el momento de la Comunión. No se me olvidará nunca. Me
arrodillé en el reclinatorio blanquísimo con mucha devoción y vergüenza. Al principio hice un largo silencio
para que el Señor se acomodara y empecé a pedirle mucho, mucho, y por
muchos.
Recé hasta que me dejaron.
Acabó la Santa Misa y fuimos saliendo hacia el patio con otro orden menos riguroso.
+Capuchino de Silos
.