Seguíamos con la misma conversación.
María, entre lágrimas que caían cansinas.
-¿Quieres, le pregunté, ahora que llega la Cuaresma, qué nos
apartemos del mundanal ruido y nos extasiemos en aquella zona montañosa que
visitamos una vez con nuestros maridos? ¡Anda! ¡Alquilamos una casita y nos vamos los cuatro! ¿Te apetece?
Allí, sí…
El aire era tan puro y el cielo tan celeste y
claro, que nos parecía a las dos acariciar a los ángeles entre aquellas
algodonosas y pequeñitas nubes!
-¿Lo hacemos? Es una época que invita a la contemplación, a
la búsqueda de... hasta encontrarlo.
Sí…, allí…
Leí una vez que la vida contemplativa y la eterna no son diferentes;
una, la podríamos comparar con el alba, y la otra, con el mediodía. Digamos que
podría ser como gozar de un anticipo del Cielo.
Allí nos sentiríamos más cerca de Dios; allí, sembraríamos las
nuevas semillas y veríamos cómo nacen los primeros brotes hasta que apareciesen
las pequeñísimas flores. Viviríamos esos días de Cuaresma de y para Dios. Seríamos,
unos días tan sólo, sus humildes instrumentos. Allí, tendríamos tiempo y paz,
que es lo que nuestra alma necesita y… ¡te desaparecerán esas lágrimas que son
tan horribles!
Allí, veríamos cómo nace la primavera que está tan cerca.
Si nos quedamos aquí, tú seguirás con la llantina y yo
mirando como caen las lágrimas en ese precioso pañuelo azul de tu madre. ¡Sería
un tiempo perdido!
Estamos amando muy poco a quien nos ha dado tanto; y cuando
lo hacemos, lo hacemos… ¡tan tarde! ¡No vivamos solo para nosotras!
Allí…, si no vivimos en Dios, por lo menos estaremos más
cerca del Cielo.
Por primera vez, la vi sonreír y le pregunté: ¿asentirás?
Por su cara no la vi muy convencida.
¡Qué terca eres!
+Capuchino de Silos
.
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