El velo
es un símbolo tan relevante como la sotana del sacerdote y el hábito de la
religiosa.
El velo
es, también, un signo de modestia y castidad. En los tiempos del Antiguo
Testamento, descubrir la cabeza de una mujer era visto como una forma de
humillarla, o de castigar a las mujeres adúlteras y a las que transgredían la
Ley (por ej. Núm. 5, 12-18; Is. 3, 16-17; Cantares 5, 7). Una mujer hebrea
nunca hubiera ni siquiera soñado con entrar al Templo (o más tarde, la
sinagoga) sin cubrirse la cabeza. Esta práctica, simplemente, continuó en la
Iglesia Católica.
AQUELLO QUE SE CUBRE CON VELO ES SAGRADO
Las
mujeres no usan velo por un cierto sentido “primordial” de vergüenza femenina;
lo que cubren es su gloria, de tal manera que, en cambio, sea Dios glorificado.
Se
cubren con un velo porque son sagradas, y porque la belleza femenina es
increíblemente poderosa. Y para mayor credibilidad, obsérvese cómo la imagen de
la mujer es usada para vender cualquier cosa, desde champú hasta autos usados.
Las
mujeres necesitan entender el poder de la femineidad y actuar acorde a ello,
siguiendo las reglas de la modestia en el vestir, incluyendo el uso del velo.
Mediante
la renuncia de su gloria a la autoridad de sus maridos y de Dios, las mujeres
se someten a ellos de la misma manera que la Santísima Virgen se sometió al
Espíritu Santo (“que se haga en mí según Tu palabra”); el velo es un signo tan
poderoso -y hermoso- como lo es cuando un hombre se pone de rodillas para pedir
a su novia que se case con él.
Ahora, considérese qué otra cosa estaba
cubierta con velo en el Antiguo Testamento: ¡el Santo de los Santos!
Leemos en Hebreos 9, 1-8:
También el primer pacto tenía reglamento
para el culto y un santuario terrestre; puesto que fue establecido un
tabernáculo, el primero, en que se hallaban el candelabro y la mesa y los panes
de la proposición —éste se llamaba el Santo—; y detrás del segundo velo,
un tabernáculo que se llamaba el Santísimo, el cual contenía un altar de
oro para incienso y el Arca de la Alianza, cubierta toda ella de oro, en la
cual estaba un vaso de oro con el maná, y la vara de Aarón que reverdeció, y
las tablas de la Alianza; y sobre ella, Querubines de gloria que hacían
sombra al propiciatorio, acerca de lo cual nada hay que decir ahora en
particular. Dispuestas así estas cosas, en el primer tabernáculo entran siempre
los sacerdotes para cumplir las funciones del culto; más en el segundo una sola
vez al año el Sumo Sacerdote, solo y no sin sangre, la cual ofrece por sí mismo
y por los pecados de ignorancia del pueblo; dando con esto a entender el
Espíritu Santo no hallarse todavía manifiesto el camino del Santuario, mientras
subsiste el primer tabernáculo.
El Arca de la Antigua Alianza era
conservada detrás del velo del Santo de los Santos.
Y en la Santa Misa, ¿qué es lo que se
conserva cubierto con un velo hasta el Ofertorio? El Cáliz, el vaso sagrado que
contendrá la Preciosísima Sangre.
Y, entre Misas, ¿qué es lo que se
encuentra cubierto con un velo?
El Copón en el Sagrario, el vaso sagrado
que contiene el mismo Cuerpo de Cristo.
Estos vasos de vida están cubiertos por un
velo porque son sagrados.
¿Y a quién se ve cubierta siempre con un
velo? ¿Quién es la Santísima, el Arca de la Nueva Alianza, el Vaso de la
Verdadera Vida? Nuestra Señora, la Santísima Virgen María.
Al usar el velo, las mujeres la imitan y
se afirman como mujeres, como vasos de vida.
Este solo acto, superficialmente pequeño,
de cubrirse la cabeza con un velo, es:
·
Riquísimo en simbolismo: de sumisión a la autoridad;
de entrega a Dios; de imitación a Nuestra Señora que expresó su ‘fiat’; de
cubrir la gloria propia por la gloria de Dios; de modestia; castidad; de vasos
de vida, como el Cáliz, el Copón y, especialmente, la Santísima Virgen María.
·
Una ordenanza apostólica –con profundas raíces en el
Antiguo Testamento– y, por lo tanto, un asunto de intrínseca Tradición.
·
La forma en que las mujeres católicas han rendido
culto durante dos milenios (y, aun cuando no sea una cuestión de la Sagrada
Tradición en un sentido intrínseco, es, al menos, una cuestión de tradición
eclesial, que debería también ser conservada). Es nuestra herencia, una parte
de la cultura católica.
San Ambrosio, en su Tratado sobre la
Virginidad, relata el hecho histórico de una joven de la nobleza forzada por su
familia al matrimonio. La joven huye hacia la iglesia, y junto al altar suplica
al sacerdote que pronuncie sobre ella la oración de consagración de las
vírgenes y le imponga como velo el lienzo del altar.
Él será para la joven el signo de su
desposorio con Cristo. Ese velo, al igual que cubre el altar para el santo
sacrificio, cubrirá el nuevo altar del corazón de la joven, donde ofrecerá el
sacrificio diario de su virginidad como ofrenda de suave olor al Padre eterno.
¿Por qué el velo en la mujer?
Ya le hemos considerado, pero quiero
apuntar, entre otras, tres razones:
1ª. Porque ella es hermosa. El velo le
recuerda que no debe dejarse llevar por la concupiscencia de la belleza, ni
arrastrar a otros. El velo es signo del pudor y recato, de la modestia en el
ornato con que siempre ha de vivir y presentarse ante Dios.
2ª. Porque ella es madre. De una forma
especial la mujer ha sido unida a la obra creadora de Dios por su propia
maternidad. El velo le recuerda que su maternidad es sagrada, y por ello se
cubre, para indicar que, al estar cubierta, el mundo no puede dañarla ni ella
dejarse. Y, además, todo lo sagrado se cubre.
3ª. Por su maternidad espiritual. Este es
un aspecto importantísimo y desconocido por la mujer. La mujer pudorosamente
vestida, cubierta con su velo, en silencio orante, es fiel reflejo de la imagen
de la Santísima Virgen que, con su silencio y su velo, oraba incesantemente por
su Hijo y meditaba su obra redentora.
Con el signo distintivo de su velo, el
recogimiento de la mujer dentro de la iglesia tiene un fruto riquísimo para la
Iglesia, para la santidad sacerdotal, el sostenimiento moral y espiritual del
clero y para el fomento de las vocaciones.
La maternidad espiritual es una grandísima
y hermosísima vocación femenina, muy desconocida desgraciadamente, pero de un
valor que me atrevería a decir de “estratégico” dentro de la Iglesia.
Nuestros tiempos hacen la renuncia
explícita de esos tres valores.
Renuncia
a la belleza, reemplazada por lo feo, lo carente de armonía, lo provocador, lo
disonante, lo oscuro, lo agresivo.
La
maternidad física es desplazada y despreciada, relegada por el éxito material,
profesional, temporal, académico, económico. La maternidad es suplantada por el
confort, la figura, la comodidad, el bienestar, los caprichos.
La
maternidad espiritual es ignorada, y en su lugar queda una profunda e
insondable esterilidad y frigidez espiritual que se encubre de activismo hueco
que no deja huella en el alma de nadie.
Asistimos
hoy al proceso de destrucción de la familia, la sociedad y la cultura. Un
tiempo que desafía a Dios y repite y grita en cada gesto y en cada acción: “No
queremos que este reine sobre nosotros”.
Todos
sabemos hasta qué punto el ataque a la mujer, a su verdadero ser y condición es
la causa de esta destrucción a la que asistimos. Toda tarea de restauración de
la familia, la sociedad y la cultura deberá pasar por la recuperación del
verdadero rol y dignidad de la mujer.
Pensemos
en aquella tremenda y magnífica profecía de Santa Hildegarda de Bingen, fuerte
en su plasticidad y significación, cuando escribe:
Vi una mujer de una tal belleza que la
mente humana no es capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta
el cielo. Su rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al
cielo. Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto
cuajado de piedras preciosas (…). Pero su rostro estaba cubierto de polvo, su
vestido estaba rasgado en la parte derecha. También el manto había perdido su
belleza singular y sus zapatos estaban sucios por encima. Con gran voz y
lastimera, la mujer alzó su grito al cielo: “Escucha, cielo: mi rostro está
embadurnado. Aflígete, tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis
zapatos están ensuciados (…). Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y
abiertos mientras estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El
que permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los
sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del
Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto, porque
descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian mis zapatos,
porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y severo de la
justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus súbditos. Sin embargo,
encuentro en algunos el esplendor de la verdad” Y escuché una voz del cielo que
decía: “Esta imagen representa a la Iglesia. Por esto, oh ser humano que ves
todo esto y que escuchas los lamentos, anúncialo a los sacerdotes que han de
guiar e instruir al pueblo de Dios y a los que, como a los apóstoles, se les dijo:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación»”.
Su rostro, el que debía estar cubierto por
un velo, está cubierto de polvo. ¿Ha perdido el pudor que la reservaba, la
sacralidad que la preservaba? La imagen como dice Santa Hildegarda, es
representación de la Iglesia, pero ¿podría ser también representación de la
mujer caída de la dignidad que le otorgaba el cumplimiento fiel de la voluntad
de Dios?
Pensemos en tantas “desveladas”, conocidas
y desconocidas, cuyo mayor esfuerzo es, precisamente, la ruptura del orden, la
ruptura de la fidelidad, la ruptura de la misión. Desveladas para no velar por
nada que valga la pena; desveladas para impedir que otras tantas mujeres sean
altar del Creador y lleven en su seno al fruto de verdadero amor.
Desde los años ’60 cundieron por el mundo,
tanto en el campo liberal como en el socialista, las ideas de la “liberación”
femenina. ¿Liberación de qué? Del rol principalísimo de la mujer como esposa y
madre (no es casual que los años ‘60s fueran los años de la explosión de la
píldora).
Liberación de la maternidad, liberación de
la ternura, liberación de su lugar y su papel exclusivo, que nadie podría
reemplazar. También a la Iglesia afectó esa idea, y la liberación tuvo su signo
en la abolición práctica del velo. Sólo las religiosas lo mantuvieron (¡y ni
tanto!) como signo de la maternidad espiritual (hoy también asistimos al
“desvelamiento” de las religiosas; y el tiempo nos va diciendo de su
infecundidad espiritual).
Pensemos en el significado de estar
velada, cubierta, solemne, subrayando el misterio que se oculta debajo del
velo. Pensemos en el desprecio de nuestros tiempos por el misterio hondo, alto.
Todo debe ser explícito, todo debe ser mostrado.
Pero el ansia infantil de misterio, el
afán del asombro y de la admiración existe; y entonces es suplantado por una
caricatura: la literatura y el cine de misterio, suspenso, terror.
El misterio verdadero que oculta el velo,
es el de esa mujer velada que somete libremente su voluntad, se entrega como la
novia ante el altar y allí en lo secreto ofrece sus muchos y variados desvelos
por el hijo, por cada hijo, por el esposo, por la vida que aún no late, por la
vida que va creciendo y toma su rumbo, por los hijos espirituales, por los
amigos.
El velo, al igual que cubre el altar para
el santo sacrificio, cubre el altar del corazón de la mujer, donde ofrecerá el
sacrificio diario de su virginidad o de su maternidad, el sacrificio diario de
su fecundidad espiritual.
El falso feminismo, al que muchas mujeres
han cedido, aparta a la mujer de su verdadera vocación a la maternidad y a la
familia.
¡Cuánto daño sobrevino a la mujer y a la
santidad de la Iglesia aquel día en que por primera vez entró sin su velo la
mujer a la iglesia! Al quitarse el velo ya no pudo evitar quitarse otras
prendas de su vestido. Y hoy vemos, con rubor y tristeza, la absoluta falta de
pudor con que muchas mujeres entran en la iglesia.
Y como consecuencia desapareció aquel
apoyo espiritual, aquella maternidad espiritual.
Mujer, mira el velo como el paño del altar
de tu corazón; donde has de ofrecer cada día al Señor el sacrificio de tu vida
entregada a tu familia; donde ofrezcas las ofrendas de tu pudor y modestia en
el vestir; donde ofrezcas las ofrendas de tu maternidad o de tu virginidad, y
en ambos casos las ofrendas de tu maternidad espiritual.
El velo es un honor para la mujer.
El velo es un honor para ti.
+Adelante la fe
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