Como todos los días llegábamos a la parroquia para abrirla un buen rato antes de que empezase la Santa
Misa. Se encienden luces y demás y vamos a saludar y hablar con el Señor hasta
la llegada del sacerdote. Pero hoy entraba cansada, indiferente, sin ganas de
nada. Sentí una gran pena. Me estaba dejando arrastrar impulsada por el estío
del verano. ¡Qué poco me gusta el verano!
Siempre he pensado que moriré en él
como le pasó a mi pobre padre. Me quedo sin energías. Soy nula. Pero... ¿cómo era posible
que estuviese tan fría, tan distante, si al poquito tiempo comenzaría la Santa
Misa que iba a dejar derramada sobre el altar la sangre del mismísimo Cristo?, ¿y
si fuese la última Misa? pensé. ¡Oh Dios mío! Qué tonta soy. ¿Cómo puedo ser tan
inconsciente?
Hubiese querido que su amor quemase mi letargo.
Mirando al sagrario te reconocí inmediatamente. Noté que
la llamita roja que indica que tú estás allí, apenas parpadeaba, pero no me
moví. Olía a fervor y a voz callada que espera tus delicadas gracias que
llegaron al sentirte.
¡Cómo te deseo Dios y Señor mío!
+Capuchino de Silos
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