Dice
Jesús:
Dios te salve, María.
Dice Jesús:“Bienaventurados los
labios y los pueblos en los que se pronuncia: “Dios te salve, María”.“Salve
María”: yo te saludo. El más
pequeño al mayor, el niño al padre, el inferior al superior, están obligados,
en la ley de educación humana, a decir a menudo un saludo respetuoso, debido,
amoroso, según los casos. Mi hermano no debe negar este acto de amor reverencial
a la Madre perfecta que tenemos en el Cielo.Dios te salve, María. Es un saludo
que limpia los labios y el corazón porque ¡no se pueden decir esas palabras,
con atención y sentimiento, sin sentirse ser un poco mejores! Es como el
acercarse a una fuente de luz angélica o a un oasis hecho de lirios en
flor.Salve, la palabra del ángel que se os concede para saludar a Aquella que
saludan con amor las Tres Personas eternas, la invocación que salva, tenedla
siempre mucho en los labios. Pero no como un movimiento automático del que se
excluya el alma, sino más bien como movimiento del espíritu que se inclina ante
la realeza de María y se abre hacia su corazón de Madre.Si supierais decir con
verdadero espíritu estas palabras, incluso sólo estas dos palabras, seríais más
buenos, más puros, más caritativos. Porque entonces los ojos de vuestro
espíritu estarían fijos en María y su santidad os entraría en el corazón a
través de esa contemplación. Si lo supierais decir nunca estaríais desolados.
Porque Ella es la fuente de las gracias y de la misericordia. Las puertas de la
misericordia divina se abren ya no sólo con el impulso de la mano de mi Madre,
sino hasta con su simple mirada.
Vuelvo a decirlo: bienaventurados los labios y los pueblos en los que se
pronuncia: Dios te salve, María. Pero donde se pronuncia como se debe. Porque
si es cierto que de Dios nadie se burla, también lo es que a María no se le
engaña.
Recordad siempre que Ella es la Hija del Padre, la Madre del Hijo, la
Esposa del Espíritu Santo, y que su fusión con la Trinidad es perfecta. Por eso
Ella posee las potencias, las inteligencias, las sabidurías de su Señor. Y las
posee con plenitud absoluta.
Es inútil ir a María con el alma sucia de corrupción y de odio. Ella es
vuestra Madre y sabe curar vuestras heridas, pero quiere que en vosotros esté
al menos el deseo de sanar de ellas.
¿De qué sirve dirigirse a María, la Purísima, si dejando su altar, o
acabando de pronunciar su nombre, vais a cometer pecado de carne o a proferir
palabras de blasfemia? ¿De qué sirve dirigirse a María, la Piadosa, si
inmediatamente después, más aún si al mismo tiempo, tenéis en el corazón
rencores y en los labios maldiciones hacia los hermanos? ¿Qué salvación puede
daros esta Salvadora, si vosotros destruís vuestra salvación con vuestra
voluntad perversa?
Todo es posible para la Misericordia de Dios y para la potencia de María,
pero ¿para qué arriesgar la vida eterna esperando obtener la buena voluntad del
arrepentimiento en la hora de la muerte? ¿No sería mejor, dado que no sabéis
cuándo será vuestra llamada a mis puertas, ser verdaderos amigos de María
durante toda la vida y tener así la garantía de la salvación?
Porque, lo repito, la amistad con María es causa de perfección porque
infunde y comunica las virtudes de la Amiga elegida, que Dios no ha desdeñado y
os ha concedido como corona de la obra de redención de su Hijo. Yo, Cristo, os
he salvado con el Dolor y la Sangre; Ella, María, con el Dolor y con su llanto,
y quisiera salvaros con su Amor y su sonrisa”.
“Dios no ha mandado a su ángel para decir “salve” sólo a María. Dios os
saluda, ¡oh hijos queridísimos!, con sus atenciones, Dios os manda como ángeles
sus santas inspiraciones, Dios os trae sus bendiciones de la mañana a la noche
y de la noche a la mañana. Siempre estáis rodeados de las ondas amorosas y
providentes del pensamiento de Dios.
¿Cómo es posible, entonces, que no advirtáis nada o tan poco? ¿Cómo es que
no vivís en justicia y santidad? Porque estáis impermeabilizados al influjo de
la gracia, porque os habéis vuelto refractarios a la acción del amor por
vuestra voluntad contraria al Bien.
Gabriel dijo a María: “Salve”, y el sonido de la voz angélica llevó, sobre
la ya inundada de gracia, una nueva onda de gracia. La luz vivísima de su
espíritu inmaculado tocó la cima de la luminosidad porque la correspondencia
del espíritu de María fue perfecta.
Humildad, diligencia, pudor, oración…, ¿qué podría encontrar, que no fuera
excelso, la palabra angélica para convertirse en la primera chispa del incendio
de la Encarnación? Grande fue el don de la preservación de la culpa original,
que el Eterno había hecho a la elegida para ser el primer sagrario del Cuerpo
del Hijo. ¡Pero cuánta, cuánta, cuánta correspondencia en María!
Si hubieran sido donados a otra criatura, no digo ya los dones secretos que
sólo Dios sabía que había dado, sino los dones evidentes, de los que uno se da
cuenta –tal como inteligencia suma, instrucciones sobrenaturales, ardientes
contemplaciones, y hablo sólo de los dones morales y espirituales– ¿cómo no se
habría gloriado de tanto don, al menos en algunos momentos, aquella criatura?
Pues no, en María no hubo nada de esto. Cuanto más la alzaba Dios hacia su
trono más aumentaban en Ella gratitud, amor y humildad. Cuanto más le daba Dios
a entender que se había extendido sobre Ella la mano divina para protección
contra la acechanza del mal, más aumentaba en Ella la vigilancia contra el mal.
María no ha cometido la equivocación que hace caer a tantas almas dotadas
de la capacidad de perfección, o sea, nunca ha dicho: “Siento que Dios vela por
mí, siento que Dios me ha elegido. A Él le dejo el quehacer de defenderme del
Enemigo”. No. María, aún reconociendo la obra de Dios en Ella, actuó como si
fuese la más desamparada, en dones espirituales, de las criaturas. Desde el
alba hasta el atardecer, e incluso en su sueño virginal velado por los ángeles,
su alma permanecía vigilante.
No creáis que la tentación haya escatimado a María. El Tentador no me ha
escatimado a Mí; con doble razón no lo hizo con Ella. Doble razón. La primera
de ellas: María era sin mancha pero continuaba siendo criatura, Yo era Dios. La
segunda: era más importante para Lucifer corromper el seno de la mujer que
habría traído a Cristo, que no el atacar al mismo Cristo.
Él, el Astuto, sabía que el Verbo se habría hecho carne, por una fusión de
espíritu con Espíritu, en un seno que no hubiera albergado ningún pecado.
Ningún pecado, repito. Si, desde Eva en adelante, hubiera logrado inducir en
tentación a todas las mujeres, estaba seguro de que nunca habría sido vencido
por el Vencedor eterno.
Sólo una le ha resistido siempre: María. Y sólo Uno sabe qué bordado, qué
filigrana de seducción desplegó Lucifer alrededor de María para agitar y
empañar su superangélica alma. Ese Uno que lo sabe es Dios. Y dado que algunos
secretos son demasiado grandes para vosotros, no os lo dirá. Por el esplendor
de María en el Cielo entenderéis la grandeza de su alma. Grandeza conseguida
por su voluntad, y que habría sido grandísima incluso sin los supremos
auxilios, tanto quiso ser santa por amor a su Dios.
Bien con razón pudo por tanto decir el Ángel: “Llena de gracia”. Sí, llena
de gracia. La Gracia estaba en Ella. La Gracia o sea Dios, y la gracia o sea el
don de Dios, que Ella sabía hacer fructificar al mil por ciento.
Esto es lo que se requiere, hijos, para lograr que las cosas celestiales
hagan concebir en vosotros a Cristo: vuestra adhesión a la gracia, vuestro
aspirar a la gracia. El cuerpo debe aspirar aire y alimento para vivir. El alma
debe aspirar la gracia para vivir. Sucede entonces que la Luz desciende donde
puede encarnarse y Cristo nace místicamente en vosotros como nació realmente en
María.
Dios te salve, María, llena eres de gracia. Miradle todos vosotros,
cristianos, tan distintos del primer Hijo de María, miradle sobre todo
vosotras, mujeres, tan distintas de Ella, y aprended, y pensad que el camino
hacia las mil caras del mal lo habéis abierto vosotras con vuestra carnalidad
contraria a la vida de la gracia en las criaturas, sin la que el hombre se hace
un demonio y el mundo un infierno”.
“El
Señor es contigo”.
El Señor está siempre con quien tiene el alma en gracia. Dios no se aleja
ni siquiera cuando se acerca el Tentador. Dios se aleja sólo cuando la criatura
cede al Tentador y corrompe su alma. Entonces Dios se retira porque Él no puede
cohabitar con el Enemigo. Se retira y como un Padre, no airado sino dolorido,
espera a que llegue el arrepentimiento al corazón de la criatura y ésta reanude
el lazo de amor con el Padre.
Dios quisiera estar siempre con vosotros. Si todos vuestros ángeles,
numerosos como las estrellas en el cielo, pudieran saludaros con las palabras:
“El Señor es contigo”, la alegría de vuestro Señor sería completa porque
Nosotros deseamos estar con vosotros y para esto os hemos creado.
María estaba con Dios y Dios estaba con María. Las dos perfecciones se
atraían y se unían con un incesante movimiento de afectos. La Perfección
infinita de Dios descendía, con un gozo inconcebible para vosotros mortales, a
poseer esta criatura. La perfección humana de María –la única de los hijos del
hombre que siempre haya sido perfecta– se lanzaba al encuentro de la Perfección
divina para poder vivir.
Sí, el estar con Dios era la vida de María y en la hora del terrible dolor
del Calvario y del Sepulcro, cuando los Cielos se cerraron sobre el Moribundo y
sobre la Traspasada, la privación de Dios fue, de las siete espadas, la más
inflamada y penetrante, toque insuperable para el edificio de dolor requerido
por la Redención.
Yo he tocado el ápice del dolor completo desde el Getsemaní hasta la hora
nona; María ha tocado el ápice del dolor, también completo en Ella aunque no
haya sido crucificada materialmente, desde el Calvario hasta el momento de la
Resurrección. Y el motivo de tal inmenso dolor es sólo uno: ser privados de la
unión con Dios.
También para vosotros debería ser así. Pero al hombre ahora le parece
gravosa la unión con Nosotros y no siente cuán mísero es cuando está privado de
Nosotros. Miseria, ceguera, locura, muerte, ésta es la pérdida de la unión con
vuestro Señor. ¡Y nunca os ocupáis de ello!
Si perdéis algunas monedas, un objeto, la salud, un empleo, un animal, os
ponéis en movimiento para encontrarlos y utilizáis todos los medios humanos y
sobrenaturales para lograr este fin. Sí, para encontrar algo limitado y caduco
sabéis orar. Pero cuando perdéis a Dios no lo buscáis. No os dirigís a mis
Santos para que os ayuden a encontrar el camino de Dios, no utilizáis los
cuidados humanos para frenar vuestros impulsos. Os parece poca cosa perder la unión
con Dios. Y es lo esencial.
María no se separó nunca de Dios. Los espíritus permanecieron fundidos en
un abrazo de amor que tuvo su coronación en el Cielo. Esta unión fue la fuerza
principal de María, como hija de Adán, porque en ella encontraba la coraza para
volverse intocable ante el aguijón del Tentador.
Quien está con Dios no es que no vea el mal que, como asqueroso indumento o
repugnante enfermedad, recubre a tantas criaturas. Lo ve, más aún, con mayor
claridad que muchos otros, pero su visión no corrompe nada. El mal no entra por
los ojos para excitar los instintos encubiertos en la carne o los malvados
movimientos de la mente. Esto sucede sólo en quienes, separados de Dios, tienen
en sí como huésped al Enemigo.
El que está unido con Dios está lleno de Dios, y cualquier otra cosa que no
sea Dios permanece en la superficie, viento que encrespa levemente la
superficie del ánimo y no entra para trastornar el interior. Y no sólo esto. El
que está unido con Dios, verdaderamente unido con Dios, en vez de absorber el
exterior en sí, difunde el interior sobre los prójimos: difunde, pues, el Bien,
a Dios.
Sí, es justamente así: quien está con Dios tiene un poder irradiante, mucho
más potente que el de muchos cuerpos del universo, sobre los cuales el hombre
ha cansado su mente y alzado un monumento de orgullo. Y sobre todo tiene un
poder sobrenaturalmente útil, porque quien lleva en sí mismo al Santo de los
santos, y vive de Él, lo comunica a los demás. Es lo que hace decir: “Éste es
un santo”.
María ha poseído la unión con Dios a la perfección y ha tendido con todas
sus fuerzas a fundirse cada vez más con Él. Se podría decir que María se anuló
en Dios, de tanto como vivió sólo de Él.
He dicho: “María encontró aquí la fuerza principal para volverse intocable”.
No entendáis las cosas al revés. María, la Humildísima, no osaba pensar, ni por
lo más remoto, que era la criatura perfecta. Ella ignoraba su destino y su
condición inmaculada. Conoció el misterio por las palabras de Gabriel y en el
abrazo nupcial con el Espíritu Eterno. Pero durante su juventud, edad llena de
acechanzas, repito: encontró la fuerza en la unión con Dios. La quiso encontrar
a toda costa porque habría preferido cien veces morir antes que salir un
instante del halo de Dios.
Yo quisiera que, más que cumplir tantos preceptos, más o menos piadosos,
especialmente mis dilectos, y también los otros, tendieran a este precepto
soberano de la unión conmigo. Sencilla, y realmente oración, esta oración,
inflamado el corazón, casto el cuerpo, honesto el pensamiento, todo en vosotros
se haría santo y bueno, y la tierra conocería los días nuevos en los que los
ángeles podrían saludar a los hombres con las palabras: “El Señor es con
vosotros”.
“Bendita
tú eres entre todas las mujeres”.
Esta bendición que vosotros pronunciáis de cualquier manera o que ni
siquiera decís a Aquella que con su sacrificio ha iniciado la Redención,
resuena continuamente en el Cielo, pronunciada con amor infinito por nuestra
Trinidad, con inflamada caridad por los salvados por nuestro sacrificio y por
los coros angélicos. Todo el Paraíso bendice a María, obra maestra de la
Creación universal y de la Misericordia divina.
Aunque toda la obra del Padre para crear la Tierra de la nada sólo hubiera
servido para acoger a María, la obra creadora hubiese tenido su razón de ser,
porque la perfección de esta Criatura es tal que es testimonio no sólo de la
sabiduría y del poder, sino también del amor con el que Dios ha creado el
mundo.
Habiendo dado en cambio, la creación terrestre, a Adán y a la raza de Adán,
María testimonia el gran amor misericordioso de Dios hacia el hombre, porque a
través de María, Madre del Redentor, Dios ha obrado la salvación del género
humano. Yo soy el Cristo porque María me ha concebido y me ha dado al Mundo.
Vosotros me diréis que como Dios podía superar la necesidad de hacerme
carne en el seno de una mujer. Es cierto, todo lo podía. Pero pensad qué ley de
orden y de bondad hay en mi anonadamiento en aspecto mortal.
La culpa cometida por el hombre debía de ser descontada por el hombre y no
por la divinidad no encarnada. ¿Cómo habría podido la Divinidad, Espíritu
incorpóreo, redimir con el sacrificio de Sí misma las culpas de la carne? Era
necesario, por tanto, que Yo, Dios, pagase con el tormento de una Carne y de
una Sangre inocentes, nacidas de una inocente, las culpas de la carne y de la
sangre.
Mi mente, mi sentimiento, mi espíritu habrían sufrido por vuestras culpas
de mente, de sentimiento y de espíritu. Pero para ser Redención de todas las
concupiscencias inoculadas por el Tentador en Adán y en sus descendientes,
debía, el Inmolado por todas, estar dotado de una naturaleza similar a la
vuestra, hecha digna, por la Divinidad escondida en ella, de ser dada en
rescate a Dios, como una gema de infinito valor sobrenatural escondida bajo una
apariencia común y natural.
Dios es orden y Dios no viola y no violenta el orden, salvo en casos
excepcionales, juzgados útiles por su Inteligencia. No era éste el caso de mi
Redención.
No debía cancelar tan sólo la culpa desde el momento en que se cometió
hasta el del sacrificio y anular en los futuros los efectos de la culpa
haciéndoles nacer, como Adán antes de cometerla, ignorantes del mal. No. Yo
debía reparar la Culpa y las culpas de toda la humanidad con un sacrificio
total, dar a la humanidad ya extinguida la absolución de la culpa, a la
entonces viviente y a la futura el medio para ser ayudada a resistir el mal y
para ser perdonada por el mal que su debilidad le habría inducido a cometer.
Por eso mi sacrificio debía de ser tal que presentara todos los requisitos
necesarios, y así podía ser tan sólo en un Dios hecho hombre: hostia digna de
Dios, medio comprendido por el hombre. Además Yo venía a traer la Ley.
Si no se hubiera dado mi Humanidad, ¿cómo habríais podido creer, vosotros,
pobres hermanos míos, si tanto os cuesta creer en Mí que he vivido durante 33
años en la tierra, Hombre entre los hombres? ¿Y cómo podía aparecer ya adulto
ante pueblos hostiles o ignorantes persuadiéndoles de mi naturaleza y de mi
doctrina? Entonces habría aparecido ante los ojos del mundo como un espíritu
que hubiera tomado aspecto de hombre, pero no como un hombre que nació y murió
derramando sangre verdadera por las heridas de una verdadera carne –y esto como
prueba de ser hombre–que resucitó y subió al Cielo con su cuerpo glorificado y
esto como prueba de ser Dios que vuelve a su morada eterna.
¿No es más dulce para vosotros el pensar que soy realmente vuestro hermano,
con el destino de las criaturas que nacen, viven, sufren y mueren, que no el
pensarme como espíritu superior a las exigencias de la humanidad?
Por tanto era necesario que una mujer me generase según la carne, después
de haberme concebido por encima de la carne, porque de ninguna unión de
criaturas, por santas que fueran, podía ser generado el Dios–Hombre, sino sólo
de un desposorio entre la Pureza y el Amor, entre el Espíritu y la Virgen,
creada sin mancha para ser matriz de la carne de un Dios, la Virgen cuyo
pensamiento era el gozo de Dios antes de que existiese el tiempo, la Virgen en
la que se compendia la Perfección creadora del Padre, alegría del Cielo,
salvación de la Tierra, flor de la Creación más hermosa que todas las flores
del Universo, astro vivo ante el cual los soles creados por mi Padre parecen
apagados”.
“Bendito
el fruto de tu vientre”.
La maternidad divina y virginal hace a María inferior sólo a Dios.
Pero no os detengáis a mirar solamente la gloria de María. Pensad cuánto le
costó conseguir esa gloria. Es necio quien mira a Cristo a la luz de la
resurrección y no medita sobre el Redentor moribundo en las tinieblas de
Viernes santo. No habría tenido resurrección si no hubiera padecido la muerte,
y no habría cumplido la Redención si no hubiera tenido el martirio. Necio quien
piensa en la gloria de María y no medita en cómo llegó Ella a la gloria. El
fruto de su seno, Yo, Cristo Verbo de Dios, ha desgarrado su seno.
Y no entendáis mal mis palabras. No lo he desgarrado humanamente. Ella era
superior a las miserias humanas, sobre Ella no recaía la condena de Eva, pero
no era superior al Dolor. Y el Dolor grande, mayúsculo, soberano, ilimitado, ha
penetrado en Ella con la violencia de un meteoro que cae del Cielo en el
momento mismo en que conoció el éxtasis del abrazo con el Espíritu creador.
Beatitud y dolor han estrechado en un único lazo el corazón de María en el
instante de su altísimo “fiat” y de su castísimo desposorio. Beatitud y dolor
se fundieron en una cosa sola como Ella se había convertido en una cosa sola
con Dios. Llamada a una misión de redentora, el dolor superó desde el primer
momento a la beatitud. Ésta le vino en su Asunción.
Unida al Espíritu de sabiduría, a su espíritu se le reveló el futuro que le
estaba reservado a su criatura, y ya no hubo más alegría, en el sentido
habitual de la palabra, para María.
A cada hora que pasaba, mientras que me formaba tomando vida de su sangre
de madre–virgen, y escondido en lo profundo mantenía inenarrables intercambios
de amor con mi Madre, un amor y un dolor sin parangón se alzaban, como olas del
mar en tempestad, en el corazón de María y la flagelaban con su potencia.
El corazón de mi Madre conoció la incisión de las espadas del dolor desde
el momento en el que la Luz, dejando el centro del Fuego Uno y Trino, penetró
en Ella iniciando la Encarnación de Dios y la Redención del hombre; y ese tajo
siguió creciendo durante la santa gestación: Sangre divina que se formaba con
una fuente de sangre humana, Corazón del Hijo que latía al ritmo del corazón de
la Madre, carne eterna que se formaba con la carne inmaculada de la Virgen.
Mayor fue el dolor en el momento en que nací para ser Luz de un mundo en
tinieblas. La beatitud de la madre que besa a su criatura se cambió, en María,
en la certeza de la Mártir que sabe que su martirio está cercano.
Bendito el fruto de tu vientre.
Sí. Pero Yo he tenido que dar todo el dolor a ese seno que merecía toda la
alegría destinada a un Adán sin culpa. Y por vosotros. Por vosotros la pena de
consternar a José. Por vosotros el sobreparto entre tanta desolación. Por
vosotros la profecía de Simeón que retorció el filo de la espada en la herida,
remachando y agudizando el corte. Por vosotros la fuga a tierra extranjera, por
vosotros las ansias de toda la vida, por vosotros las preocupaciones de saberme
evangelizando y perseguido por las castas enemigas, por vosotros el horror de
la captura, el tormento de la múltiple tortura, la agonía de mi agonía, la
muerte de mi muerte.
He sido recogido en el seno que me había llevado con tal piedad que no
podía ser mayor; pero, en verdad, os digo que entre mi corazón parado, sin
movimiento vital, y desgarrado por la lanzada, y el de la Afligidísima que me
tenía en su seno, no había diferencia de vida y de muerte. El corazón de María
y su seno estaban muertos como estaba muerto Yo, el Inocente.
Añadid a los milagros relacionados con la Redención, notorios y
desconocidos, evidentes para todos o revelados a los privilegiados, también
éste: el que María continuase en vida por obra del Eterno después de que su
corazón fue destrozado, por y para el género humano, como el de su Hijo Jesús.
Vosotros, que no sabéis y no queréis soportar el dolor, ¿pensáis qué dolor
habrá sido el de la Bendita, de la Inmaculada, de la Santa, llevar en sí un
corazón desgarrado, muerto, abandonado, y ver recogido en su seno un cuerpo sin
vida, destrozado, sangrante, lívido, que ha sido el cuerpo del Hijo, la Carne
de su carne, la Sangre de su sangre, la Vida de su vida, el amor de su
espíritu?
Vosotros me habéis recibido porque María ha aceptado, treinta y tres años
antes que Yo, beber el cáliz de la amargura. En el borde de la copa en la que
he bebido entre sudores de sangre, he encontrado el sabor de los labios de mi
Madre, y el amargor de su llanto estaba fundido con la hiel de mi sacrificio.
Y, creedlo, hacerla sufrir, a Ella que no merecía el dolor, ha sido para Mí lo
más costoso. El abandono del Padre, el dolor de mi Madre, la traición del amigo
en la que estaban todas las traiciones de los futuros, éstas son las cosas
atrocísimas de mi dolor atroz de Redentor. La lanzada de Longinos en un órgano
vital que estaba ya insensible para el dolor no tiene comparación.
Yo quisiera que por el dolor que ha destrozado a mi Madre por vosotros,
vosotros le dierais amor. Amor grande, tiernísimo, de hijos hacia la más
perfecta de todas las madres, la Madre que todavía no ha dejado de sufrir
llorando lágrimas celestes sobre los hijos de su amor que rechazan la casa
paterna y se hacen guardianes de bestias inmundas: los vicios, en vez de
permanecer hijos de rey, hijos de Dios.
Y si se puede dar una norma, sabed que Yo, Dios, no considero que sea
disminuirme el amar con infinito y venerante amor a mi Madre, de quien veo la
naturaleza inmaculada, obra del Padre, pero también recuerdo la vida
martirizada de Corredentora, sin la cual Yo no habría sido Hombre entre los
hombres y vuestro eterno redentor”.
“Ahora y en la hora de la muerte”. Es la invocación que responde al
“Líbranos del mal”. Vosotros no lo pensáis, pero es así. Os he dado una Madre
además de un Padre y, si pedís al Padre que os libre del Mal, ¿no le diréis a
la Madre que os mantenga alejada la muerte que es un mal?
Pensad con la mente elevada en Dios y pedid con la inteligencia de los
hijos de Dios. No tenéis que preocuparos tanto por el mal y por la muerte en el
sentido humano de la palabra, cuanto del Mal y de la Muerte en el sentido
sobrenatural, el más verdadero, porque vuestra apariencia actual cesa, y
vuestra morada actual se deja, pero más allá de este día os espera un futuro en
el que os convertiréis en poseedores de lo que es vuestra parte verdadera.
Y ay de vosotros si por vuestra voluntad perversa escogéis la parte
maldita. La muerte del espíritu no se pone sólo una vez en presencia de vuestra
alma. Gira a vuestro alrededor durante toda vuestra jornada terrena, porque el
dador de la Muerte no cesa ni siquiera un minuto de asediar su presa. No
siempre os encontráis con esa vigilancia y esa fortaleza que vuelve inútiles
las astucias del Enemigo. Vuestra debilidad os lleva a torpezas, vuestros
apetitos carnales a deseos de alimentos en los que encontráis la muerte.
Pero tenéis una Madre en el cielo, una Madre que ve sobre vosotros la
Sangre de su Hijo y que por esa Sangre os ama como auténticos hijos. Una Madre
que es poderosa ante Dios por su triple condición de Hija, Esposa y Madre de
Dios.
“Ahora”: que María ruegue por vuestro presente de hombres, acechado por
tantos peligros. “Y en la hora de la muerte”: que ruegue por vosotros en el
momento decisivo de la vida. “Y en la hora de la Muerte”: esto es, cuando
vuestro espíritu pueda perecer asaltado por el Mal.
María es la Vencedora de Satanás. La Muerte verdadera, la del espíritu, no
vendrá para quienes saben rezar a la Madre por la hora de la vida, por la hora
de la tierra, por la hora de la tentación y por la hora de la Muerte.
La oración de María se hace escudo contra el ardor del sentido y del
demonio, como niños bajo el velo de la madre, os hace crecer en Cristo y entrar
en su Reino. Y si Cristo puede hacer resucitar a los muertos a la Gracia,
María, realmente amada, impide que la Muerte os separe de su Hijo”...
+María Valvorta
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